En abril de 1945, cuando la entrada de las tropas soviéticas en Berlín ponía fin a la Segunda Guerra Mundial y libraban al mundo del nazismo, comenzaba otro tipo de violencia de la que las mujeres fueron las principales víctimas.
En apenas unas semanas, entre varios centenares de miles y dos millones de alemanas fueron violadas de manera masiva y sistemática por integrantes del Ejército Rojo, a quienes Stalin había dado luz verde al afirmar que, tras una campaña tan dura, “los soldados tenían derecho a entretenerse con mujeres”. Aunque en mucha menor medida, otros ejércitos aliados, como el francés o el estadounidense, también participaron en la barbarie, pero sobre todo contribuyeron a ella con su silencio necesario.
En abril de 1945, cuando la entrada de las tropas soviéticas en Berlín ponía fin a la Segunda Guerra Mundial y libraban al mundo del nazismo, comenzaba otro tipo de violencia de la que las mujeres fueron las principales víctimas. En apenas unas semanas, entre varios centenares de miles y dos millones de alemanas fueron violadas de manera masiva y sistemática por integrantes del Ejército Rojo, a quienes Stalin había dado luz verde al afirmar que, tras una campaña tan dura, “los soldados tenían derecho a entretenerse con mujeres”. Aunque en mucha menor medida, otros ejércitos aliados, como el francés o el estadounidense, también participaron en la barbarie, pero sobre todocontribuyeron a ella con su silencio necesario.
Más allá de la cifra exacta de mujeres violadas, los hechos no son discutidos por los historiadores y existen suficientes pruebas documentales y testimonios directos, como el de una autora anónima que relató la ignominia vivida en primera persona en Una mujer en Berlín (Anagrama).
Ariella Aïsha Azoulay, fotografiada en la Fundació Tàpies (Llibert Teixidó) |
“Pero teniendo en cuenta la cantidad de fotógrafos presentes en los mismos lugares donde se producían las violaciones, desplazados hasta allí para registrar la destrucción de la ciudades, ¿cómo es posible que no exista ni una sola imagen?”, se pregunta Ariella Aïsha Azoulay (Tel Aviv, 1962), artista, cineasta, activista, comisaria de exposiciones y profesora de pensamiento político y cultura visual de la Universidad de Brown, que ha concebido un proyecto, Historia natural de la violación , en el que resignifica las imágenes de la “ciudad bombardeada” como “fotos de un escenario de violación” para que podamos imaginar qué sucedió y qué sintieron las personas que quedaron fuera del encuadre. Historia natural de la violación es uno de los ocho proyectos de Ariella Aïsha Azoulay que forman parte de la exposición Errata , que puede visitarse en la Fundació Tàpies (su director, Carles Guerra, la señala como “la Susan Sontang de nuestro tiempo”, un referente en el análisis de la fotografía como arma política) hasta el próximo 12 de enero. Tanto la exposición como la exquisita publicación que la acompaña son gratuitas. El trabajo de Ariella Aïsha Azoulay cuestiona el carácter “intocable” y la sacralización de libros, objetos artísticos e imágenes que nos condenan a un papel de meros observadores.
Y aboga por un papel activo que en su caso consiste en rebobinar la historia, detectar las erratas e introducir correcciones para “desaprender 500 años de imperialismo”, cuyas formas de pensamiento siguen marcando “las instituciones que forman parte de nuestro mundo:, desde los archivos o museos a las ideas de soberanía y derechos humanos, dependen de formas de pensamiento imperial”.
Nacida en Tel Aviv, aunque no se considera israelí “porque un Estado no va a definir quién soy”, Ariella Aïsha Azoulay ha centrado buena parte de sus investigaciones en el conflicto Israel-Palestina, que aquí materializa en trabajos como Fotografías no exhibibles-Distintas maneras de no decir deportación , donde sustituye mediante dibujos un conjunto de fotografías tomadas entre 1947 y 1950 sobre la expulsión masiva de palestinos que el archivo del CICR en Ginebra sólo permite su publicación si el texto que las acompaña habla de repatriación voluntaria y no de deportación.
La artista revisa también las imágenes con las que la Unesco ilustró en 1950 la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la manipulación y apropiación de objetos (del casi millón de libros robados por los nazis, sólo el 20% fueron devueltos a las comunidades europeas de las que fueron expoliados) y, en el filme In-documentados, vuelve a abordar el tema del “saqueo imperial” entrelazando objetos procedentes de las colonias que hoy pueblan los museos occidentales con inmigrantes procedentes de esos mismos países a los que se considera “indocumentados” y se les niega el cruce de fronteras.
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