(Cuento)
Era un día como otro
cualquiera. Caminaba yo por un espeso
y sombrío bosque que asustaba hasta al más gustoso de lo inesperado.
Sus grotescos y portentosos árboles parecían absorber, de golpe, lo celeste del despejado y apenas perceptible
cielo. Sus espesas ramas, cual abarcadoras manos de gigantes, obstaculizaban la
calidez y espesura del Astro Rey. Amenazadores, repiqueteaban los chillidos de búhos, grillos y otro sinfín de animalillos que apenas pude percibir.
Aunque a lo lejos
brillaba el sol, en el interior
de aquel nefasto boscaje se
sentía una perpetua tiniebla que hacía escalofriar hasta los huesos
al más audaz paladín.
Andaba yo pues, sin rumbo, desorientada, como vagabundo sin cobijo, y confusa ante aquel lugar inexplorado para mí.
Andaba yo pues, sin rumbo, desorientada, como vagabundo sin cobijo, y confusa ante aquel lugar inexplorado para mí.
Una espesa niebla segó
mi visión. Isofacto, ante mí, una criaturilla. Froto mis ojos una y otra vez ante el desconcierto. No era un animal, no
era un humano, pero irradiaba una belleza peculiarmente
jocosa. Vista fija hacia mí, orejas puntiagudas y alargadas con
pequeñísimas lanillas de pelo en
su punta, ojos grandes, vivaces, de adorable y sagaz expresión, por unos
instantes creí dirigir un navío en el espesor verdeazulado de sus cuencas oculares, percibiendo a lo lejos dos montañas en el grosor
de sus entrecejos.
Su nariz era puntiaguda
y alargada. De color azul, arrugado y maltrecho figuraba su rostrillo. Pequeñísimo era, en comparación conmigo, tal vez, no más de medio metro de altura,
talmente se veía como un hombrecito en miniatura, sus diminutos atavíos se acoplaban
perfectamente a un bebé.
Gano valor por un momento y le pregunto: – ¿Quién es usted, acaso sabe que hago en este lugar?
Con picardía sonríe y dice: –no soy tu hada madrina como podrás ver, soy el
duende del bosque, el guardián de este indómito follaje.
–No sé qué haces aquí, pero he venido a impedir que irrumpas
el equilibrio de mi paz. Afirmó
el duendecillo con carácter imponente.
–Por mí no se debe preocupar,
le respondí con precaución, solamente deseo encontrar el camino a mi hogar, yo amo el bosque, aunque este, realmente asusta.
Velozmente saca de
su diminuto bolsillo un enorme cuerno de alce, que semejaba una varita mágica, que apenas podía sostener entre sus manecillas.
Agitando su
extravagante varita al aire, y pronunciando un conjuro, en una lengua jamás escuchada por mí, de repente, comenzaron a agitarse bruscamente las
copas de los árboles. Pareciendo saber lo que sucedería en aquel momento, venados, conejos, ardillas, todo tipo
de huésped de aquel bosque se
hizo presentes ante su protector.
Fulgores de luz afloraron ante mis ojos. De golpe las admirables ramas dieron paso a los rayos solares
obstruidos. ¡Que adorable momento aquel que estaba viviendo! Una paz espiritual
se apoderó de mí ser. Abrí mis
manos hacia el cielo, como
esperando que alguna especie de divinidad arribara sobre mí. Era puro éxtasis.
De pronto, el duendecillo cambia su vista como
si algún peligro se avecinara. Percibo un
ruido que se acerca y cada vez se acrecienta más, algo que parece ser un monstruo implacable queriendo devorar todo a su paso, e incluso, borrar aquel adorable instante.
En posición de
ataque se coloca el tesorero de la floresta, expande sus manos redentoras para protegerme junto a su erario botánico. Veloz se
acerca el ruido. De súbito todo se vuelve silencio y se desvanece la imagen de mi bienhechor. En aquel momento, escuché claramente el rugir del invasor: ti tititi – ti tititi – ti tititi…,
era mi despertador.
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